lunes, 13 de enero de 2014

El objeto de compartir el artículo de Claude Guillon sobre Noam Chomsky, publicado por primera vez en castellano en la revista Trébol Negro, no es para iniciar un proceso lapidatorio contra este conocido pensador, en lo personal he disfrutado mucho leyendo alguno de sus libros, como también breves entrevistas y vídeos disponibles en internet, pero no por eso dejaremos de abordar todo desde una visión crítica, reflexiva y libertaria. Por lo demás, la Acracia no tiene dioses, tampoco santos, es tarea de todos quienes nos sentimos parte del movimiento contra la mercantilización de las vidas y por la completa emancipación social deshacernos de los prejuicios que nos invanden desde los medios de dominación, desde las academias del Poder y la convivencia cotidiana, del cual todos somos víctimas, todas, incluso afamados pensadores, por mucho apellido que tengan. (N&A)
El
otoño de 2001 vio culminar un entusiasmo editorial y militante para los
textos de Noam Chomsky, perceptible desde 1998. Varias recopilaciones
se publicaron (en particular, por la editorial Agone), así como algunas
entrevistas; una parte de la prensa anarquista hace un uso inmoderado de
sus numerosos textos y entrevistas disponibles en internet.
Le
Monde Libertaire le consagraba la portada de su primer número del año,
preludio a una larga serie [1]. Los textos políticos del famoso
lingüista americano eran en efecto imposibles de encontrar hace veinte
años.
Este
redescubrimiento se realiza casi siempre de forma panergírica. “Noam
Chomsky es el más conocido de los anarquistas contemporáneos; es también
uno de los más famosos intelectuales vivos”, escribe Normand
Baillargeon (“El orden sin el poder”, Agone, 2001). En el prólogo de “La
guerra como política exterior de los Estados Unidos” (Agone, 2001) Jean
Bricmont lo califica llanamente de “gigante político ignorado”. Los
“autores” de una entrevista, curiosamente titulada “Dos horas de
lucidez” (Les Arènes, 2001), tampoco le van a la zaga, aclamando “uno de
los últimos autores y pensadores vivos verdaderamente rebeldes de este
naciente milenio”, cuyo tiempo libre, nos informan “se reserva con seis
meses de antelación”. No cabe duda que estas fórmulas, a las que no
pienso imputarles un crimen, características de un culto a la
personalidad extrañas a la tradición libertaria, hacen reir al principal
interesado. Pretenden, y por eso me interesan, convencer al lector que
tiene la oportunidad de descubrir un pensamiento absolutamente original
hasta entonces despreciado e ignorado. Por parte de los periódicos y
comentaristas libertarios (Baillargeon, etc.), se trata de utilizar la
reputación internacional del lingüista Chomsky para favorer la difusión
de posiciones políticas calificadas de anarquistas, y así darles
credibilidad ante el reconocimiento universitario y científico de quien
las defiende. Por tanto es necesario presentar a Chomsky como un
lingüista célebre duplicado en un pensador anarquista. Es sobre la
legitimidad -y las consecuencias- de este dispositivo lo que aquí deseo
examinar.
Es
importante antes tener en cuenta que al mismo tiempo que se presenta al
anarquista al público militante, el analista de la Política Exterior
(militar, en particular) de los Estados Unidos ve abrir ampliamente las
columnas de la prensa respetuosa, sin que nunca se mencionen sus
simpatías libertarias. Le Monde, que le concede una página entera en un
suplemento sobre la guerra (22 de noviembre de 2001) lo califica a pesar
de todo de “encarnación de un pensamiento crítico radical”. Le Monde
Diplomatique, que publica “Terrorismo, el arma de los poderosos “
(diciembre de 2001) no susurra palabra de sus compromisos. El caso es
que también el mismo Chomsky se abstiene de hacer la menor alusión.
Admitimos -reservándonos el derecho de intentar un examen a fondo en un
futuro- la separación entre su trabajo como lingüista y su actividad
militante (justificada por el hecho de que ésta última no debería estar
reservada a los especialistas), como comprendemos mal por qué el
“anarquista” Chomsky descuida semejantes tribunas, y espera que se le
planteen cuestiones sobre su compromiso anarquista, como si se tratase
de cuestiones “personales”, para abordar este aspecto de las cosas.
Haciendo esto, contribuye a su propia instrumentalización por los
fabricantes de ideologías, unas veces ignorado (en los USA desde el 11
de septiembre), y otras celebrado (en Francia) dentro de un perfume de
antiamericanismo.
En
su opúsculo de vulgarización “El orden sin el poder”, unánimamente
saludado por la prensa anarquista, Baillargeon considera que Chomsky
“prolongó y renovó la tradición anarquista”. Se abstiene no obstante
-¡por qué!- de indicar en que podría consistir esta “renovación”. El
mismo Chomsky parece más próximo a la verdad cuando precisa (en 1976):
“No me considero realmente un pensador anarquista. Digamos que soy un
compañero de viaje” [2]. Aparte de la filiación anarcosindicalista,
reivindicada en muchas conversaciones concedidas a revistas militantes
[3], no es tan fácil -a pesar de la reciente plétora de publicaciones-
hacerse una idea precisa del compañerismo anarquista de Chomsky. He
limitado mis investigaciones a la cuestión, esencial, de la destrucción
del Estado y la ruptura con el sistema capitalista.
Indico
aquí, para conveniencia de mi observación y su lectura, qué entiendo
por “revolucionario” precisamente el o la que toma partido por tal
ruptura, necesidad previa para la construcción de una sociedad
igualitaria y libertaria. Simétricamente, se dice “contrarevolucionario”
el que declara la ruptura imposible y/o poco deseable.
Reforzar el Estado
En uno de los textos recientemente publicado [4], Chomsky recomienda una política que tiene -desde el punto de vista anarquista- el mérito de la originalidad: el refuerzo del Estado. “El ideal anarquista, cualquiera que sea la forma, siempre ha tendido, por definición, hacia un desmantelamiento del poder oficial. Comparto este ideal. Con todo, entra a menudo en conflicto directo con mis objetivos inmediatos, que son defender, o incluso reforzar algunos aspectos de la autoridad del Estado [...]. En la actualidad, en el marco de nuestras sociedades, considero que la estrategia de los anarquistas sinceros debe ser defender algunas instituciones del Estado contra los asaltos que sufren, esforzándose al mismo tiempo en obligarles a abrirse a una participación popular más amplia y más efectiva. Este enfoque no se ve socavado desde dentro por una aparente contradicción entre el ideal y la estrategia; procede naturalmente de una jerarquización práctica de los ideales y de una evaluación, igualmente práctica, de los medios de acción”.
Chomsky
vuelve sobre el tema en otro texto, no traducido en francés [5], del
que voy a dar lo esencial del contenido, antes de criticar ambos.
Preguntado sobre las posibilidades de realizar una sociedad anarquista,
Chomsky responde utilizando un lema de los trabajadores agrícolas
brasileños: “Dicen que deben ensanchar su jaula hasta que puedan romper
los barrotes”. Chomsky considera que en la situación actual en los
Estados Unidos es necesario defender la jaula contra los depredadores
exteriores; defender el poder -ciertamente ilegítimo del Estado contra
la tiranía privada. Es, dice, una cosa evidente para toda persona
preocupada por la justicia y la libertad, por ejemplo alguien que
pensara que los niños deben ser alimentados, pero esto parece difícil de
comprender para muchos de los que se proclaman libertarios y
anarquistas. A mi parecer, añade, es uno de los impulsos irracionales y
autodestructores de las personas de bien que se consideran de izquierda y
que, de hecho, se alejan de la vida y las aspiraciones legítimas de las
personas que sufren.
Excepto
la referencia, más precisa que en el texto precedente, a los Estados
Unidos, es la misma clásica defensa e ilustración del supuesto realismo
reformista. ¡Esta vez, a pesar de
las advertencias, supone a los adversarios actuales del Estado más
tontos que cualquier persona enamorada de la justicia, y además,
incapaces de comprender que contribuyen a que los niños se mueran de
hambre! Los “anarquistas sinceros” son invitados a reconocer
honestamente encontrarse pues en un impasse reformista.
Observemos
inmediatamente que este fatalismo estatal, duplicado de un moralismo
reformista bastante desabrido, tiene eco en Francia. La revista
libertaria La Griffe publicó en su entrega del verano de 2001 un
“Dossier Estado” cuyo primer artículo concluye con esta fórmula, calcada
de Chomsky: “el estado [sic] es hoy la última muralla contra la
dictadura privada que no nos hará regalos” [6].
Puesto
que similares enormidades pueden publicarse hoy en una revista
libertaria sin que sus animadores vean allí otra cosa que un punto de
vista tan legítimo como otros, es indispensable oponerse a los efectos
de la “pedagogía” chomskyana poniendo algunos relojes en hora.
“Ideal” y “realismo”
La
historia reciente nos abastece de ejemplos de luchas llevadas
parcialmente en nombre de la defensa de los “servicios públicos”
(transportes, Seguridad Social, etc.), que no merecían, por cierto, ser
condenadas en nombre de un principio antiestatal abstracto. Por ejemplo
[7], he analizado el desmantelamiento de la red ferroviaria tradicional y
su sustitución por el “sistema TAV” [*] destinado a una clientela de
personal ejecutivo, circulando entre las grandes metrópolis europeas. Se
trata de la constatación histórica de la privatización creciente de los
“servicios” (transportes, salud, correos y telecomunicaciones, agua,
gas, electricidad) y las consecuencias nefastas que se derivan. No se me
ocurrió -porque no existe ningún lazo lógico entre ambas proposiciones-
deducir de esto la necesidad de una “jerarquización práctica de los
ideales”, que conduciría ineluctablemente a teorizar un sostén de la
institución estatal que se pretende querer destruir.
Que
puedan existir, dentro de un momento histórico dado, enemigos
diferentes y desigualmente peligrosos, y que un revolucionario pueda
encontrarse en la penosa (y aleatoria) necesidad de alinearse con un
adversario en contra del otro, haría falta un dogmatismo tonto para no
admitirlo. Así no es inconcebible basarse en el compromiso en pro del
“servicio público” (a condición de desacralizarlo) para frenar, en la
medida de lo posible, los apetitos de las grandes empresas. No es cierto
que esto sea equivalente a una renuncia necesaria, de la que [**] la
teoría leninista del “deterioro del Estado” -que Chomsky específicamente
rechaza- nos proporciona una versión calculada. En otros términos:
reforzar el Estado para después borrarlo, ¡ya nos la han jugado! En
cambio, si movimientos de oposición a las tendencias actuales del
capitalismo conducen a restaurar, temporalmente, ciertas prerrogativas
de los Estados, no veo razón para perder el sueño. Se observará que
Chomsky invierte el proceso. Para él, es el ideal (el desmantelamiento
del Estado) el que entra en conflicto con los objetivos inmediatos.
Ahora bien, el objetivo inmediato no es fortalecer el Estado, sino por
ejemplo retrasar la privatización de los transportes, debido a las
restricciones que necesariamente trae a la circulación. El
“fortalecimiento” parcial del Estado es pues aquí una consecuencia y no
un objetivo. Por otra parte, se ve que el hecho de bautizar de “ideal”
la destrucción del Estado empuja este objetivo fuera de lo real. La cualificación equivale a la descalificación.
El
verdadero realismo, me parece, consiste en acordarse de que un Estado
sólo dispone de dos estrategias eventualmente complementarias para
responder al movimiento social y más aún a una agitación revolucionaria:
la represión y/o la reforma/recuperación. Un
movimiento revolucionario, portador de una voluntad (consciente o no)
de ruptura con el sistema existente no puede -por definición- obtener
satisfacción de un Estado. En cambio, puede forzar a éste a jugar a la reforma, a las retiradas, a la demagogia.
El
inconveniente del reformismo como estrategia (aumentar la
“participación popular” en el Estado democrático, dice Chomsky) es que
no reforma nunca nada. Y esto por la excelente razón de que el Estado
autoadaptador se recompone con las reformas por lo menos tanto como con
ciertos motines. No existe, fuera de la lucha, garantía de que una
reforma “progresista” no sea vaciada de su contenido, pero debemos
rendirnos a esta evidencia, paradójica solamente en apariencia, que es
la acción revolucionaria el medio más seguro de reformar la sociedad.
Muchas instituciones y dispositivos sociales son así resultado de luchas
obreras insurreccionales. El hecho de que se pongan en entredicho a la
vez por los políticos y los capitalistas puede dar lugar a ver la
salvación en un fortalecimiento del “Estado”, concebido como entidad
abstracta o como una especie de materia inerte, un dique por
ejemplo, que habría que consolidar para protegerse de las inundaciones.
El Estado institucionaliza en un momento histórico dado las relaciones
de clase que existen en una sociedad. Recordemos que la definición (en
derecho político) del Estado moderno es el que dispone
del monopolio de la violencia. Un antileninista como Chomsky sabe por
otra parte que no existe Estado “obrero”; es decir el Estado es por
naturaleza un arma de la burguesía.
Criticado en los EE.UU
Las
posiciones defendidas por Chomsky y sus admiradores canadienses no
reflejan, ni de lejos, el punto de vista general de los medios
libertarios o anarcosindicalistas en los Estados Unidos. Han sido muy
criticadas particularmente en la revista trimestral Anarco-Syndicalist
Review, a la que había concedido una entrevista [8]. La metáfora de la
jaula que debe ensancharse, que Chomsky juzga especialmente luminosa
[9], desencadena la ira de James Herod: “Los depredadores no están fuera
de la jaula; la jaula, son ellos y sus prácticas. La propia jaula es
mortal. Y cuando nos damos cuenta
que la jaula abarca las dimensiones del mundo, y que no hay “exterior”
donde escapar de nosotros, entonces podemos ver que la sola manera de no
ser asesinados, o brutalizados y oprimidos, es destruir la jaula
misma”.
Si
el conjunto de colaboradores reconocen a Chomsky el mérito de analizar
la Política Exterior de los EE.UU. [10], dando una visibilidad al
movimiento anarcosindicalista americano, y proporcionando una crítica de
los medios de comunicación que parece nueva al otro lado del Atlántico,
tres de ellos (sobre cuatro [11]) absolutamente se desmarcan de su
reformismo. “Es posible, como Chomsky, ser sindicalista y defender los
beneficios de la democracia liberal, pero esto no es anarcosindicalista
ni anarquista”, escribe Graham Purchase. “Sería un error para nosotros,
añade James Herod, volvernos hacia Chomsky para pedirle
su opinión sobre sujetos que realmente no estudió, porque sus
prioridades estaban en otro lugar, en particular, lo que afecta a la
teoría anarquista, a la estrategia revolucionaria, a las concepciones de
una vida libre, etc.”.
En Francia: ¿al servicio de qué estrategia?
¿Por
qué publicar hoy los textos de Chomsky sobre el anarquismo? Apartemos
la hipótesis simplista de la ocasión de una coedición franco-quebequesa,
financieramente sostenida -incluido en Francia- por instituciones
culturales de Quebec [12], aunque la originalidad del dispositivo
editorial merece ser señalado. ¿Se trata más bien de publicar sin
discernimiento un corpus teórico importante -por su volumen-, producido
por un científico muy conocido aportando un aval serio a un “anarquismo”
cuyo contenido preciso importaría poco?
Esta
segunda hipótesis es invalidada por la publicación simultánea de los
textos de Normand Baillargeon, que reanuda y enumera la distinción
chomskyana entre los objetivos (muy a largo plazo) y los fines
inmediatos, estos últimos siendo “determinados teniendo en cuenta las
posibilidades permitidas por las circunstancias”[13], las cuales sirven
para justificar un compromiso -la palabra es de Baillargeon-
“ciertamente coyuntural, provisional y con mesura con el Estado”.
También Baillargeon reprocha a Chomsky sus argumentos lacrimógenos (los
pequeños niños muertos de hambre) y sus llamadas a la “honradez
intelectual”: “Eso significa textualmente, si no se juega con las
palabras, estar a favor de la defensa de ciertos aspectos [sic] del
Estado”. Avanza incluso, rematando así la inversión chomskyiana de la
perspectiva histórica, que la obtención de reformas “es sin duda la
condición necesaria” para la conservación de un ideal anarquista.
El
reformismo no es pues el peor de los recursos, sino el medio inmediato
para sentar las bases sobre las cuales se construirá una maquina que
permitirá lograr los fines revolucionarios. No es de extrañar: ni la
naturaleza de la maquina ni su modo de propulsión son indicados. Esta
rehabilitación “libertaria” del reformismo encuentra su eco en los
medios anarquistas franceses o francófonos, como por otra parte en los
enfoques como los de Attac, ya criticado en estas columnas, que en
absoluto se refiere al “ideal libertario” pero recurre a la fraseología y
al imaginario utópico del movimiento obrero (cf. Oiseau- Tempête n° 8).
La moda reformista-libertaria también se expresa en el eco dado a las
tesis “municipalistas”, que vienen de Bookchin, y en la tentativa de
crear un polo universitario-libertario, del que participan los eruditos
coloquios organizados por ediciones ACL (Lyon) y hasta cierto punto la
revista Réfractions. Que tal o cual de estas iniciativas sea llevada por
excelentes camaradas no se tiene en cuenta aquí. Cuando las ideas
libertarias suscitan un cierto
renacido interés editorial y militante, de la que dan prueba la creación
de librerías anarquistas (Ruán, Besançon, etc.) y numerosas
publicaciones, se dibuja una tendencia que presenta como compatible con
la tradición anarquista una versión sin originalidad del reformismo,
dado como único sustituto posible para cambiar el mundo.
Como
lo recuerda uno de los críticos americanos de Chomsky, cada uno tiene
derecho a estar en un partido que es -estrictamente hablando- el de la
contrarevolución. Debe ser desconstruido y criticado -en una palabra
combatido-, y con mucha menos complacencia cuando se envuelve en los
pliegues de una bandera negra para dar brillo y pedigrí adulador a un
anarquismo de opinión, devenido disciplina universitaria, actor de la pluralidad democrática o curiosidad museológica.
La ruptura con el sistema capitalista, vía necesaria hacia la construcción de una sociedad comunista y libertaria, sigue siendo una de las líneas de fractura esenciales entre los que aceptan este mundo -cínicos liberales-libertarios o ciudadanos serviles- y los que quieren inventar otro. Ahora mismo, me gustaría que todos los honestos libertarios que solicitan a Chomsky, publican a Chomsky, y venden a Chomsky a mogollón, saquen las consecuencias y nos digan si, hecha la reflexión, se unen a la estrategia del compromiso, al anarquismo de Estado.
Claude Guillon.
Traductor (M A. Martínez de S.O.V. Almería).
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